Memorias
de un dibujante
En la página había un espacio delimitado por un recuadro, y en la parte superior del recuadro podía leerse la instrucción siguiente: «Dibuja un pez colorado...».
Con el propósito de desafiar a la maestra, dibujé con esmero un diablo, provisto de cuernos, barbas de chivo y cola, armado con un tridente.
Recuerdo como a pesar de mis escasos años, hube de vacilar a la hora de encarar un problema de perspectiva: quería representar correctamente los dedos del puño de mi diablo asidos al tridente, vistos de manera frontal; lo hice de forma un tanto desmañada, pero contemplé al termino mi dibujo con satisfacción vanidosa. No solo estaba seguro de que mi obra era superior a todos los intentos de mis condiscípulos, sino que contaba con desconcertar a la maestra, dejándole ver a las claras que las reglas podían saltárselas los artistas a la torera.
Con infantil vanagloria mostré mi dibujo a mis compañeros que festejaron la ocurrencia, «La maestra va a enojarse», me dijeron; yo contaba con eso.
Al fin, nos formamos en fila india y comenzamos a pasar frente al escritorio de la maestra para entregarle los trabajos. Exultante, saboreaba la reacción de la misma por anticipado.
Uno a uno, mis compañeros fueron calificados con el número más alto, el diez; yo ansiaba conseguir, por lo menos, un cinco; que mi dibujo era el mejor no albergaba ninguna duda, mas me era preciso distinguirme del resto.
Llegué al cabo al escritorio y entregué con calculada modestia mi trabajo: la maestra lo recibió con naturalidad y con naturalidad me lo devolvió luego de haberme puesto la calificación correspondiente.
Profundamente decepcionado regresé a mi asiento: me había puesto un diez, lo mismo que a mis compañeros.
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Imagenes tomadas de la red, editadas por el autor de este blog.