Mis escritos, mis dibujos, mis fotografías; autores y textos que me gustan; algo de música y videos... aquí en mi página. (Si deseas acceder a la mayor biblioteca virtual existente en español, pincha en el enlace que aparece más abajo.)

martes, 14 de febrero de 2012

La pluma: Cuentos breves


Un crimen... y una boda


ONUR era el comerciante más rico del barrio; era, también, el más joven. Tenía un conjunto de negocios —herencia de su padre, que había muerto hacía unos pocos años— situados en el interior del Gran Bazar de Estambul; se especializaba en tejidos y perfumes. Su casa —legado de su padre, lo mismo que sus negocios— era una de las más suntuosas. Quedaba justo a un lado de la casa del cadí.

El cadí tenía una hija: Umay, fruto de su quinto y último matrimonio; era la más pequeña; sus otras hijas estaban ya casadas; no había tenido ningún varón. Vivía en santa paz en compañía de sus esposas y de su hija.

La pequeña Umay, con tan solo cinco años, solía saltar la tapia del jardín, que separaba su casa de la del vecino, y Onur le regalaba golosinas; de vuelta en su hogar, las mujeres solían reprenderla, mas la niña persistía en sus travesuras. El cadí, aunque se hacía eco de las reprimendas femeninas, en el fondo la miraba con indulgencia: tenía gran confianza y cercanía con Onur y le profesaba un sincero afecto. Había guardado amistad con su padre y, ahora, se la dispensaba al muchacho. A pesar de ser el uno casi un anciano, frecuentemente se juntaban para charlar y tomar un café o un té, o fumar una pipa...

Onur era un joven apuesto; tenía, además, excelentes modales; pero, sobre todo, era recto y piadoso: eso agradaba al cadí. Su madre había muerto siendo muy niño; y su padre —quien le procurara la mejor educación a su alcance (y a sus intereses)— lo había puesto desde temprana edad a trabajar en sus negocios; había tenido, pues, que madurar muy pronto. Era un muchacho diligente y honrado...

Por todos esos motivos, era que las frecuentes escapadas de Umay, a casa del comerciante, solo recibían, de parte del cadí, una fingida reprimenda.

A decir verdad, el anciano esperaba que llegado el momento —faltaban todavía algunos años—, Onur le pediría la mano de la pequeña Umay en matrimonio: estaría encantado de dejar a su hija bajo tan buen resguardo...

En una ocasión, sin embargo, supo, que Onur contraería nupcias con una joven búlgara (musulmana como no podía ser de otra manera)... Onur tenía, por entonces, veintisiete o veintiocho años y su mujer, apenas algo menor, era una auténtica belleza...

«Cúmplase la voluntad de Alá», dijo el cadí.


Transcurrieron siete años... Onur se había casado muy enamorado de su esposa. Ella, en cambio, no parecía tenerle demasiado apego. El matrimonio carecía de hijos. La pequeña Umay había, progresivamente, dejado de saltar la tapia del jardín...

Cierto día, en que Onur vagaba por el Bazar, deteniéndose, aquí y allá, en saludar a sus amigos y conocidos, lo detuvo un marchito viejo, desdentado y frágil, que con gran agitación y viveza le indicó que deseaba venderle algo. Sacó un envoltorio de sus ropas mugrientas y, desanudándolo prestamente, le mostró a Onur un estilete: era una almarada de fabricación siria.

La hoja, de buen acero, era triangular y medía, exactamente, treinta centímetros; el canto estaba decorado con incisiones hasta la mitad y la empuñadura, de tipo hexagonal —ligeramente curva, para permitir un más cómodo agarre, y más ancha en la base—, era de ébano y estaba, intrincadamente, damasquinada en plata; el pomo lucía contera del mismo metal y remataba en una cuenta de marfil que llevaba engastada en el centro; finalmente, entre la empuñadura y la hoja, lucía un pequeño pivote que remataba, a su vez, en un botón de marfil (ideal para apoyar el pulgar y también para ayudar a que el arma no se deslizase del cinto). Se trataba, indudablemente, de un soberbio trabajo de artesanía y era, al mismo tiempo, un objeto de cuidado... La hoja, carente de filo, únicamente podía herir de punta, mas era capaz de desangrar, rápidamente, a un desgraciado...

Tras regatear, como era costumbre, Onur compró la almarada; no, ciertamente, porque pensase destinarla a algún uso particular; sino porque tenía un gran aprecio por los objetos hermosos...

Satisfecho con su compra, salió del bazar para respirar un poco de aire fresco, y guardándose el arma en la faja, luego de haberla admirado de nuevo, marchó a pasear en dirección al Cuerno de Oro...      

Mientras andaba, una mujer jorobada con la nariz prominente, y un antojo peludo en la cara surcada de arrugas, se le acercó para ofrecerle un cartucho de semillas: se lo tendió con garras de arpía y, al reconocerlo, lo miró con menosprecio... Onur le compró, distraídamente, un paquete y prosiguió su marcha comiendo pepitas con despreocupación e indolencia. La noche pasada, había tenido una horrible pesadilla que lo había hecho despertar asustado y empapado en sudor (si bien, afortunadamente, nada recordaba ya); en días anteriores, había presenciado en la calle un incidente desagradable que lo impresionara vivamente: un palomo de soberbio plumaje blanco se había colocado confiadamente bajo la rueda de un tranvía; éste había arrancado y había  pasado por encima del ave haciéndola estallar como  si  fuera un globo: se había escuchado un horrible sonido; un diminuto y sangrante corazón rojo había aterrizado en la acera aún palpitante... Con ello había soñado...

Al cabo de un rato, se detuvo en la tienda de un joyero judío —un tipo untuoso y encorvado (con una luciente calva)— para admirar unos pendientes: hacía apenas una media hora, se había dado un gusto comprando la almarada al viejo, y ahora deseaba, igualmente, llevarle una sorpresa a su esposa. Quería comprarle un regalo, más por el placer de obsequiarle algo (para demostrarle que siempre estaba pensando en ella) que por el de sorprenderla con un objeto costoso. No obstante, el judío que le vendió los pendientes —de plata afiligranada, ornados con amatistas—, encareciéndole lo muy contenta que se sentiría su mujer con una elección tan de buen gusto, no se los cobró baratos... Onur pagó los pendientes —esta vez sin regatear— y abandonó el negocio... Pensó en tomarse la mañana libre. Llamó a un niño que jugaba en compañía de otros niños, persiguiendo a las numerosas palomas que había en la calle, y le dio una moneda, junto con instrucciones muy precisas, a cambio de que fuera al Bazar, a avisar al jefe de sus empleados que no volvería. Hecho eso, se dirigió a su domicilio.

Caminaba alegremente; pensaba en lo mucho que quería a su esposa y en lo mucho que anhelaba, todavía, hacerla feliz. Pensaba que, acaso, la frialdad e indiferencia (que nunca llegaba a la abierta grosería) que ella le manifestaba casi a diario últimamente, se debía al hecho de no haber conseguido dar a luz a un hijo. Aunque razonaba, casi en el acto, que ella se había mostrado así desde un principio y nunca había parecido ansiosa de tener una criatura. Un médico, por otro lado, la había declarado estéril; solo el gran amor que le tenía a su mujer le había impedido tomar una segunda esposa como era su derecho; pensaba, naturalmente, en que tendría que reconsiderar, tarde o temprano, eso.

En todo lo anterior reflexionaba cuando, por fin, llegó a su vivienda; atravesó la hermosa puerta de la entrada y pisó el tapizado vestíbulo; subió unas escaleras realzadas por una airosa baranda de madera y, desplazándose por el brillante, taraceado y perfumado pasillo —olía a almizcle y a rosas y a un perfume acre que no supo distinguir—, se dirigió a su alcoba; abrió las puertas de madera tallada y cuál no sería su sorpresa al ver a su mujer en los fornidos brazos de un negro: Ihan, un vendedor de granos de café...

El negro, al verse descubierto, reaccionó audazmente: tomó las ropas de cama y, brincando como una pantera, las echó encima de Onur; propinándole, inmediatamente, un violento empellón que lo hizo caer tambaleante, fuera de la recamara, con el rostro cubierto. Después, vistió a toda prisa unos pantalones y dirigiéndose al otro extremo de la habitación, intentó escapar por una de las ventanas que daban al enorme jardín situado en la parte trasera de la casa. La mujer de Onur, en tanto, se replegaba como una gata e intentaba taparse con lo que tenía más a mano.




El negro apoyó el pie en un techado que sobresalía bajo las ventanas y, en su precipitación, trastabilló cayendo de lado sobre el mismo, para, de ahí, deslizarle hacia abajo y caer estrepitosamente al suelo; golpeándose esta vez, fuertemente, la cabeza con una maceta y desnucándose enseguida.

Onur, tras desembarazarse de las ropas que cubrían su cara y su cuerpo, penetró de nueva cuenta en la habitación; tomó una pistola de una gaveta y corrió a la ventana, al tiempo que daba voces llamando a los criados... Como ninguno apareciera y no creyera ver rastro alguno del sujeto, salió de la recámara a toda prisa y se dirigió al jardín, en volandas, profiriendo maldiciones. Para encontrarse, súbitamente, con la pesada humanidad del negro, de espaldas sobre el pavimento, muerto ya —la cabeza lanosa en medio de un charco de sangre—, con los ojos vidriosos apuntando estúpidamente hacia el cielo. Pateó el suelo con rabia y se percató, aún en medio de su coraje, de cuán endiabladamente feo había sido el amante de su mujer: tan semejante a un simio... Luego, entró de nuevo a su morada y subió a su alcoba: su mujer había conseguido vestirse.

... Con su cutis claro y mate, sus rizos rubios, sus pómulos teñidos por un suave rubor, sus facciones delineadas y su expresión naturalmente severa, su mujer hubiera podido pasar por una virgen doliente... Onur la abofeteó con tanta rudeza que la tendió sobre la cama de la cual se había incorporado; le desgarró las ropas de un vehemente tirón y la aprehendió del cuello, manteniéndola en el lecho; ella, en vano, trató de defenderse. No podía decir nada, pero intentaba despegarse el brazo —de venas rotundamente hinchadas bajo la manga— que tan firmemente la atenazaba... Onur sacó el estilete que llevaba en la faja y sin dejar de sujetar el cuello de su esposa con la mano siniestra, le hundió con gran fuerza la almarada en el vientre: lo hizo con tanto ímpetu que la clavó en el colchón como a una mariposa en el corcho con un alfiler... Él se lastimó el pulgar...

Muerta ya su esposa, abandonó la habitación justo cuando un criado, tocado con un fez, dando gritos, subía a buscarlo para comunicarle que había hallado, en el jardín, el cadáver de un africano...

Onur se entregó a la justicia...

Estando detenido, su amigo el cadí fue a visitarlo.

—Onur, hiciste lo correcto —le dijo el anciano.

—Lo sé —respondió el interpelado—, sé que hice lo correcto.

—No tardarán en soltarte Onur actuaste como un hombre, de eso me encargo yo —remató el cadí—: no en balde he gozado, siempre, de gran prestigio en el distrito...

Efectivamente, no era posible retenerlo demasiado tiempo. Por pura fórmula, se abrió un proceso judicial y se concluyó, velozmente, que cualquier otro, en su lugar, hubiera hecho lo mismo. Ni siquiera tuvieron un especial peso las declaraciones del cadí en su favor (quien como se ha dicho tenía un gran prestigio en todo el distrito). Onur fue dejado en libertad a los pocos días; sus amistades lo recibieron como un héroe. Ya en libertad, el cadí le dijo que tenía un importante asunto que proponerle... Él aceptó la propuesta.

Así, de esta manera, fue que poco después de esos trágicos acontecimientos, se vio la celebración de los esponsales de Onur con la hija de su anciano amigo. Se casaron una mañana durante el Festival de Primavera.

El día de los esponsales, el viejo no cabía en sí de gozo... Onur también estaba contento: recordaba a la pequeña Umay cuando venía a visitarlo en su jardín y él le obsequiaba golosinas (y le contaba, quizás, alguna historia)... Su joven y linda novia sonreía tímidamente; sus ojos dulces brillaban con infinito candor e inocencia…

__________
Imagenes intervenidas digitalmente por el autor de este blog. Tomadas de la red.


No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Seguidores