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viernes, 7 de mayo de 2010

Cuentos breves


Apaches

A MANUEL PAYNO


A lo largo de todo el periodo colonial y durante buena parte del periodo de vida independiente, las autoridades sucesivas, de lo que se convertiría en la República Mexicana, mantuvieron una lucha desigual contra los indios apaches y los comanches. Estos gruposantagónicos entre si terminarían por encontrarse cogidos entre dos fuegos: el de los colonos blancos del sur de los Estados Unidos, y el de la población española, criolla y mestiza de los territorios del norte mexicano. En México, el último enfrentamiento ocurrió en 1935.

DON Pedro Recio de Ibarra, marqués de la Villa del Mezquital y conde de la Laguna, tuvo una hija que quedó huérfana de madre al poco de haber nacido. El marqués no volvió a casarse, se consagró a su hija y contaba con otorgársela a un buen partido. Dueño de extensas haciendas y propiedades, tanto en la capital del reino, como en la provincia de la Nueva Vizcaya, el marqués era un hombre sobradamente adinerado. Su futuro yerno, por tanto, debía de estar a la altura de sus riquezas y linaje. Quiso el destino, sin embargo, que ya crecida su hija, esta viniese a enamorarse de un mestizo de escasa fortuna. Conociendo las expectativas de su padre, la muchacha eligió un día escaparse con el mestizo y dio a luz a un hijo. El marqués, tras una intensa búsqueda que se prolongó durante largo tiempo, logró al fin hallar  a la pareja y dio muerte al mestizo; poco le faltó para matar también al niño... Loca  de dolor, la hija regresó a la casa paterna con el hijo a cuestas. El marqués, deseando ocultar al niño (habido de esta manera), envió a la muchacha a guardarse a una de sus haciendas situada en el norte del país.

El hijo del mestizo heredó la tez clara, los ojos azules y el cabello rubio de la madre. Vivió hasta los tres años en la hacienda de su abuelo. La madre, abrumada por la muerte de su esposo, mal pudo hacerse cargo del niño: sería una nana de confianza quien se encargaría de criarlo.

Por su parte, en su palacio de la ciudad de México, el marqués no quería saber gran cosa de su hija y, menos todavía, del  «bastardo»;  que era como llamaba a su nieto. Era un hombre violento, enérgico...

La hacienda del marqués de la Villa, en la Nueva Vizcaya, era una prospera hacienda ganadera; cultivaba, además, maíz, trigo y frijol. La relativa tranquilidad, de hacía ya varios años, había hecho que se descuidara su resguardo.

Los apaches chiricahuas, que por entonces asolaban, periódicamente, los territorios del norte de la Nueva España, se habían mantenido pacíficos durante algunos años a raíz de las disposiciones de los gobiernos coloniales de las provincias, quienes habían llegado al extremo de pagar a los indios, para detener sus rapiñas y sus saqueos. Esa situación no duraría mucho tiempo.

Un día los apaches atacan la hacienda, roban el ganado y la cosecha, matan a la servidumbre y a los peones, degollan a la hija del marqués y  le prenden fuego a la hacienda. Un guerrero indio recoge al niño.

En el campamento de los apaches, lo entrega a su mujer que acaba de perder a una criatura enferma. El hijo del mestizo, y nieto del marqués de la Villa del Mezquital y conde de la Laguna, crece en el campamento indio y no tarda en olvidar su anterior vida.

Crece hasta llegar a los veinte años como un indio más; se convierte en uno de ellos.

En su orgullosa residencia de la ciudad de México, el marqués recibe la noticia del saqueo de su hacienda y la de la muerte de su hija; el nieto lo tiene sin cuidado. Organiza una expedición punitiva. Arde en deseos de venganza y junta una partida de aventureros. En años posteriores, se va a dedicar con celo a cazar indios salvajes. El gobernador de la provincia, ante el recrudecimiento de los ataques apaches, va llegar a ofrecer una suma en plata por cada cabellera de indio muerto. El marqués va a desempeñar su misión con tanto ahínco, que un día no va a alcanzar para pagarle a él y a sus hombres.

Durante mucho tiempo, se va a dar a la tarea de combatirlos y  perseguirlos activamente, llegando a sorprenderlos incluso, en sus propios campamentos. Alguna vez, va a arrasar una aldea de indios pacíficos.

Veinte años más tarde, va a caer víctima de una emboscada: sus hombres van a ser masacrados... Capturado, vejado, y torturado horriblemente; los apaches lo dejarán horas atado a un poste para que todo el pueblo pueda mofarlo y escarnecerlo... Rato ha ya, que sus padecimientos lo han hecho perder el sentido... Los niños del campamento lo pinchan con varitas en el cuerpo maltrecho y le tiran piedras... Un perro amarillo ladra... Las mujeres lo escupen y maldicen... Hay fiesta en el campamento:... se prepara una danza... De  pronto, un guerrero se acerca al cautivo, le empapa los labios con aguardiente y lo abofetea  y sacude hasta que lo hace recuperar el sentido.  El marqués de la Villa abre trabajosamente sus párpados que tiene monstruosamente hinchados. Frente a él, esta un joven indio con el rostro atezado, pero con los los ojos sorprendentemente azules y las mechas rubias; el indio lo mira con sorna, saca entonces un afilado cuchillo y comienza a arrancarle la cabellera.


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